Theodor Diener tuvo un problema. Era 1967, y él y un colega habían aislado con éxito al agente infeccioso que causaba la enfermedad del tubérculo del huso de papa, que devasta los cultivos. Pero no era como nada de lo que reconocieron. Aunque lo llamaron virus, no se comportó como uno.
Diener tardó cuatro años en demostrar que la misteriosa entidad era algo aún más simple que un virus: una sola molécula «desnuda» que podría infectar las células de las plantas de papa y, por lo tanto, reproducirse. Sugirió llamarlo viroid. Fue el agente replicante más pequeño jamás identificado. En un derrame cerebral, Diener había ampliado nuestra comprensión de la vida en el mundo microscópico.
Se podría pensar que un descubrimiento tan dramático iría, er, viral. Sin embargo, casi nadie se dio cuenta. Además de algunos otros patólogos de plantas, el mundo científico se olvidó en gran medida de los viroides durante medio siglo. Tan oscuros eran que, en 2020, cuando Benjamin Lee en el Centro Nacional de Información de Biotecnología en Bethesda, Maryland, se le aconsejó que intentara investigar a Viroides, nunca había oído hablar de ellos.
Desde entonces, gracias a Lee y otros, ha habido una explosión de descubrimientos. Ahora sabemos de miles de víasides y entidades víricas, con nombres exóticos como obeliscos, ribodevirus y satélites. Parecen estar en todas partes, en una gran variedad de organismos y microorganismos. No tenemos idea de lo que la mayoría de ellos están haciendo, incluso si son benignos o peligrosos. Pero estos replicadores más simples posibles plantean preguntas fundamentales sobre lo que significa estar vivo. Incluso pueden regresar a los orígenes de …